¿Cuanto cuesta la felicidad?

Para la sabiduría popular, parece «que el dinero no da la felicidad». En innumerables ocasiones hemos oído este famoso adagio, que la literatura y otras artes se han encargado de sancionar contándonos mil y una historias con el argumento de que «los ricos también lloran». Y la verdad es que no nos los acabamos de creer, por eso se suele añadir la coletilla de que «no dará la felicidad, pero ayuda».

La cuestión no ha pasado desapercibida a los economistas que han desarrollo un específico campo de estudio denominado Economía de la Felicidad. Richard Easterlin fué uno de los pioneros al preguntarse en el  año 1974 si «el crecimiento económico mejoraba la felicidad«, descubriendo que los datos empíricos avalaban parcialmente la sabiduría popular. Es cierto que el dinero importa y sí que da la felicidad, pero hasta un cierto punto; es decir, en una sociedad dada, la gente más rica es más feliz que la más pobre. Ahora bien, los incrementos sustanciales de renta per cápita no se traducen en incrementos en los indicadores de felicidad. Es más, las comparaciones entre países, con distintos niveles de riqueza, muestran como los índices medios de felicidad declarada no cambian, una vez satisfechas las necesidades básicas… lo que obviamente contradice la teoría económica dando lugar a lo que se conoce como «Paradoja de Easterlin«
Baucells y Sarin, en la misma línea argumetnal que Easterlin, sostienen que «definitivamente, el dinero no da la felicidad» debido a la particular psicología del ser humano. Por una parte, el «poder de adaptación» hace que la gente se acostumbre a niveles de vida más altos conforme aumentan sus ingresos, considerándose el nuevo stándard la situación normal y, por tanto, no aportando felicidad o bienestar adicional. La segunda explicación es la «comparación social» ( o teoría del «salario del cuñado») que relaciona nuestra felicidad con el entorno social y no con nuestras circunstancias materiales absolutas. En resumen, el dinero da la felicidad hasta un cierto nivel (8.000$-25.000$, según estudios) a partir del cual los incrementos sustanciales de riqueza proporcionan incrementos residuales de felicidad.
Parece sin embargo que esta interpretación convencional no es la correcta a juicio de Stevenson y Wolfers que consideran que el dinero sí puede comprar la felicidad. La tesis central es que no hay evidencias empíricas de la existencia del punto de saciedad o saturación y que, por tanto, la gente nunca se cansa de ganar más dinero.

El gráfico (reelaborado por The Economist) refleja claramente que a mayores ganancias, mayor bienestar subjetivo para los individuos. Sin cuestionar la conclusión fundamental, podríamos hacer dos matizaciones. El gráfico utiliza una escala logarítmica, por tanto pasar, por ejemplo, de 1.000$ a 2.000$ gráficamente tiene la misma importancia que pasar de 64.000$ a 128.000$ y, no me negarán, que lo mismo, lo mismo pues no es. En otras palabras, el «coste económico» de incrementar la satisfacción crece exponencialmente lo que implica que aumentar un punto requiere de muchísimo más dinero cuando ya se es rico. Una idea que se aproxima bastante a que existe un «punto de saciedad» que es la tesis que pretenden rebatir. En segundo lugar, cuando un país se acerca a elevadas satisfacciones (cercanas a 10) el «coste económico» del incremento es enorme.En definitiva, el estudio redefine logarítmicamente la relación ingresos-bienestar, pero no resuelve la Paradoja de Easterlin.

Robert Skidelsky, en su muy recomendable libro ¿Cuanto es suficiente? reflexiona sobre lo que nos hace felices y «lo poco que cuestan» las cosas realmente importantes. Skidelsky dedica el capítulo cuatro a cuestionar la «Economia de la Felicidad» por no resolver adecuadamente dos irracionalidades: una individual y otra colectiva. La primera es que la gente sobreestima la felicidad futura asociada al consumo y menosprecian las satisfacciones presentes como el ocio, la educación  la amistad y otros intangibles. La segunda es que colectivamente no todo el mundo puede estar en lo alto de la escala. En una sociedad de dos individuos el éxito del individuo A debe ser necesariamente a expensas del fracaso de B.
Skidelsky relaciona la felicidad con la idea «the good life» (la buena vida). Un concepto ético y no meramente subjetivo. La buena vida no es aquella que simplemente se desea, sino aquella que es deseable o merecedora de ser deseada según unos criterios éticos relacionados con la dignidad humana. En otras palabras, nuestro objetivo como individuos y ciudadanos no es meramente ser feliz sino tener rezones para ser feliz. El matiz es importante pues introduce el compromiso moral con nuestros congéneres.
Para Skidelsky los bienes básicos son la salud, la seguridad, el respecto, la personalidad, la armonía con la naturaleza, la amistad, el ocio y tiempo libre… todos ellos bienes que proporcionan felicidad a un «bajo coste». Teniendo en cuenta, pues, lo que verdaderamente merece ser deseado conviene preguntarse ¿cuanto es suficiente para conseguirlo?. Veremos entonces que la felicidad no es cara y que el problema de la insatisfacción personal en las sociedades avanzadas no es económico sino moral. En otras palabras, no somos más felices no porque no podamos «comprar la felicidad» sino porque no sabemos donde buscarla.