El año nuevo suele ser época habitual para (re)formular anhelados deseos de transformación de aquellas cosas de nuestra existencia con las que nos terminamos de encontrarnos a gusto. A tenor de los temas que van ascendiendo en las preocupaciones en los ránkings de los economistas, la desigualdad y cómo acabar con ella debería convertirse en el «buen-propósito» para este año… y los venideros.
Como nos alertaba Stiglitz en un seminal artículo en la revista Vanity Fair (aquí), los ricos no han aprendido bien la lección histórica que supuso la revolución francesa. Llegó un momento en que las pauperizadas masas de parisinos no pudieron soportar más las obscenidades de la suntuaria vida en Versalles, al tiempo que sus hijos morían de hambre. Nada pudo detener la ira de un pueblo que respondía visceralmente a la insensibilidad absoluta de los aristócratas de pelucas empolvadas y egos autocomplacientes. La verdad es que no lo vieron venir, ni podían haberlo visto encerrados, como vivián, en los dorados salones de baile. Pues bien, si como decían los clásicos «quien no conoce la historia está condenada a repetirla», sería hora de que nos pusiéramos las pilas sobre el principal desafío que, a mi juicio, acecha los stándares de bienestar alcanzados en la sociedades occidentales durante la segunda mitad del siglo XX: el de la riqueza extrema. Cuando 85 personas físicas poseen los mismo que 3.500 millones algo no funciona bien.
Por el momento, esos 3.500 millones de personas no asaltarán el «Versalles» en el que viven los 85 más ricos, básicamente, por razones geográficas; ya que la concentración de los más pobres se da en zonas muy alejadas de los ricos centros capitalistas. Problema distinto es el de la pobreza en el seno de los países ricos. Aquí el problema es más complejo. Existen tres razones que evitan, por el momento, el asalto. Pero sólo por el momento, como ya veremos. En primer lugar, la conciencia existente en las democracias meritocráticas occidentales de que todo el mundo puede enriquecerse con el fruto de su esfuerzo; la posibilidades de ser uno de los 85 más ricos está al alcance de cada cuno. En segundo lugar, los sistemas de bienestar que redistribuyen y palían la pobreza extrema. Y, finalmente, en tercer lugar, los sistemas de jurídicos y de orden público encarnados en el Estado con capacidad de ejercer el monopolio legítimo de la violencia para mantener el orden. Todo estos argumento sin embargo no son tan poderosos como parecieran. En relación con el primero, no alerta Piketty en su famoso libro «el capital en el Siglo XXI» de que las posibilidades de ascender en la escala social son más una ficción que una realidad, pues dependen cada vez menos de los méritos propios cuanto de la riqueza familiar. Avanzamos hacia sociedades patrimoniales en detrimento de las meritocráticas. En segundo lugar, el ataque, en aras de la eficiencia del mercado, de los sistemas de protección social debilitará en los años venideros ese muro de contención. Y, finalmente, si falla el ideal meritocrático y de igualdad de oportunidades así como la solidaridad social que subyace en los sistemas de bienestar social, dudo mucho que sólo el imperio del orden y la fuerza sea capaz de proteger los modernos «Versalles» del Siglo XXI.
El siglo XX ha sido un camino de ida y vuelta en el ideal redistributivo. Tal y como muestra el siguiente gráfico, del nada sospechoso The Economist», en el principio del Siglo XXI, la sociedad americana está desandando todo el camino igualitario que recorrió tras las II Guerra Mundial, y que tanta prosperidad y bienestar social les proporcionó. Actualmente se está volviendo a los niveles de desigualdad extrema de los años previos a la Gran Depresión. Les aconsejo que enlacen a la página de la revista y le echen un vistazo al gráfico interactivo. No tiene Desperdicio.
Felices buenos-propósitos para este año.