Les comentaba en la entrada anterior… que la riqueza extrema puede convertirse en una de los desafíos más importantes del Siglo XXI y en una amenaza tan grande para la estabilidad, pero sobre todo para la dignidad de la especie humana, como la pobreza extrema. Es obsceno, injusto, desproporcionado, esquizofrénico y cancerígeno que 85 personas tengan la misma riqueza que 3.500 millones. Se mire como se mire. Una desigualdad bien entendida alienta el espíritu emprendedor, mientras que una desigualdad monstruosa acaba fagocitando as sus propios hijos; cual Saturno devorador. Y no haya más.
En esta creciente desigualdad algo tiene que ver, a mi juicio, la arrolladora fortaleza ideológica anti-Estado del Consenso de Washington y su percepción de que cualquier cosa que huele a público, huele a ineficiencia e, incluso, a podrido. Es cierto que lo público, se ha ganado a pulso, parte de esta mala percepción; pero no lo es menos que más allá de corruptelas políticas y mordidas de algún empleado público, hay toda una legión de profesionales que están manteniendo la dignidad de los servicios públicos básicos contra vientos y mareas desmanteladoras. Son como la última barrera de contención que permite mantener la esperanza en la protección de la la comunidad frente a las inclemencias del tiempo y de la vida. Aunque nos quieran convencer de lo contrario (Aquí y aquí)
Personalmente no soy un acérrimo defensor del funcionariado, sino más bien de que el servicio se preste tutelado y financiado por el sector público de la forma más eficiente. Por ejemplo, si el servicio de recogida de basuras se presta más eficientemente (menor coste para el erario) a través de contratas que con funcionarios, pues bienvenido sea. Ahora bien, téngase en cuenta que la mayor eficiencia no es siempre el menor coste. Los tratamientos sanitarios suelen ser muy costosos y una reducción lineal de costes (disminución de plantillas, elminación de postoperatorios, derivación a tratamientos privados…) puede devenir en el deterioro del servicio.
Pues bien, respondiendo a la pregunta que intitula la entrada de hoy resulta evidente, según recoge el gráfico siguiente del The Economist, que España, al menos en términos comparativos, no tiene el exceso de empleados públicos que se predica.
Otra cantar es la asignación de los efectivos públicos. El exceso de unidades administrativas, la burocracia con tintes kafkianos, la duplicidad de competencias y ventanillas, los miles de empresas públicas y «dedos divinos» para nutrirlas con colegas y amigotes… En resumen toda una fuerza laboral con capacidad de mejorar la vida del ciudadano (excluidos los amigotes) pero con la falta de voluntad e imaginación política para «activarlos». Pero eso ya es otro problema.