Parece ser que ya sabemos por qué fracasan las naciones. En un libro, que lleva camino de convertirse en un clásico, Acemoglou y Robinson plantean una interesante hipótesis explicativa. Obviamente las causas de por qué cada país, en particular, accede a la autopista de la prosperidad o se queda en el camino de la pobreza son distintas, pero pueden agruparse en dos conceptos suficientemente amplios y poderosamente explicativos: instituciones económicas y políticas inclusivas y extractivas. Las primeras sientan las bases del desarrollo, entre ellas: garantías sobre la propiedad privada, un sistema legal imparcial y una provisión de servicios públicos que beneficia a todos por igual y donde todos pueden intercambiar libremente. Este marco alienta la inversión y conduce al desarrollo. Por el contrario, las instituciones extractivas, extraen la riqueza de la comunidad en beneficio de unos pocos que ejercen toda sus influencia para perpetuar sus beneficios particulares. En este caso, la incertidumbre sobre la apropiación de los beneficios desincentiva el emprendimiento económico.
Con varios ejemplos incontestables (Como el de Corea, dónde la misma geografía, cultura y población han dado lugar a dos países con radicalmente distintos niveles de prosperidad; o el más sorprendente de la ciudad de Nogales; donde la ruptura es entre partes que una vez fueron la misma ciudad) y a través de un detallado recorrido por algunas de las grandes civilizaciones, imperios y pueblos a lo largo de la historia de la humanidad los autores van demostrando una y otra vez su hipótesis.
En resumen mediante el afortunado y evocador concepto de «extractivo» y el de «inclusivo», los autores explican las condiciones del desarrollo y la prosperidad.
El libro supone un importante avance para las ciencias sociales, pero a mí me deja un sabor agridulce, pues implícitamente reconoce que los seres humanos se mueven por tendencias «extractivas» con respecto a sus congéneres y a su comunidad. Es decir, si la ley no lo impidiera la convivencia humana se definiría por una permanente tensión entre explotadores (extractores) y explotados. Deprimente escenario, pues. Me resisto, sin embargo, a creer que miles de años de historia de la humanidad no hayan contribuido al desarrollo moral de la misma. Si estamos en la sociedad para «extraer» y no «incluir», el chiringuito se nos viene abajo; pues la ley irá siempre por detrás de las prácticas sociales, siendo insuficiente para regular todo el ingenio «extractivo» de que el hombre es capaz. Es decir, si el egoísmo extractivo, y no la cooperación inclusiva, son los valores que se van imponiendo, nuestra coexistencia social lo tendrá cada día más difícil. Quizá la presente crisis financiera sea un buen ejemplo de lo que ocurre cuando lo extractivo de «unos pocos» se impones sobre las instituciones «inclusivas». Y eso que, como ya dijera Aristótoles, el hombre es una animal social y necesita de la sociedad para subsistir. Lo que me hace preguntarme, ¿quien es tan tonto como para tirar piedras sobre su propio tejado? ¿Quien desearía «extraer» hasta agotar de un entorno que necesita para sobrevivir?