El «político» como problema

Shakespeare, en su conocida tragedia sobre el asesinato de «Julio César«, pone en boca de Bruto unas memorables palabras sobre la corrupción del poder político: «El abuso de la grandeza viene cuando en ella se divorcia la clemencia del poder. A decir verdad, nunca he visto que las pasiones de César dominasen más que su razón; pero es cosa sabida que la humildad es una escala de la ambición incipiente, a la que vuelve el rostro trepador; pero una vez en el peldaño más alto, da entonces la espalda a la escala, tiende la vista a las nubes y desdeña los humildes escalones que le encumbraron. Igual puede César; luego evitémoslo antes que lo hiciere«. Con estas palabras quiso Bruto  legitimar su papel ante la historia en la conspiración que acabó con la vida de Julio César. Queda a cada cual juzgar si fue el héroe del tiranicidio legítimo o el villano ávido de poder que quiso derrocar con el puñal y no con la fuerza de la oratoria. En cualquier caso, resulta pertinente rememorar este pasaje al hilo del descrédito que sufre nuestra actual clase política. Nos recuerda Bruto el carácter de servidor público al que se debe el político y con qué facilidad dicho político lo olvida cuando asciende hacia el Olimpo de los poderosos.

Soy de los que creen que la actividad política es la más noble de las profesiones. Renunciar a una carrera privada por servir a los demás merece el respeto y reconocimiento de la ciudadanía en favor de la cual trabajan. Dada la nobleza de espíritu y buenas intenciones que presupongo a la vocación por la cosa pública, no me indigna el status económico y jurídico atribuidos al cargo, pero sí el que esas asignaciones vayan a parar a cualquiera de los políticos, mediocres, torticeros y criados al regazo de los brazos de los aparatos de organización que se aferran al cargo y que han hecho de la cosa pública un modo de vida y un espacio de compadreo. Diferencio, pues, claramente el cargo y la dignidad que se merece del político que eventualmente lo asume, en algunos casos con honor y sentimiento de servicio, pero en otro mucho con desvergüenza. El problema, por tanto, no lo veo en las prebendas sino en la mediocridad de los candidatos. Los privilegios no me parecen excesivos al pensar en el cargo, pero sí al pensar en quien los ocupa. En castellano claro: no se ganan el sueldo y por eso andamos indignados con esta fauna. De ellos son en buena parte responsables los partidos políticos, por dejación de una de sus funciones más emblemáticas: la selección de las élites. Tras 35 años de democracia y de organizar el cotarro se nos presente con una «cosecha» de políticos bastante mejorable. Gente sin arrestos, sin ideas, sin templanza para alzar la voz.
No vayan a creer que pienso que todos los políticos son unos arribistas. También los hay vocacionados que con fortaleza de ideales se lanzan a transformar el mundo, aunque muchos de ellos antes o después acaban perdiendo el norte (que es y siempre será el servicio a los demás) tendiendo la vista a las nubes y desdeñando las humildes escalones que los encumbraron. 
Así pues, entre los arribistas sin vocación y los que inicialmente sí la tuvieron pero de ella se olvidaron al ascender en el escalafón, nos encontramos con una falta de liderazgo moral atroz. Que no digo yo que sea la causa de la actual crisis, pero todo ayuda. Los discursos y las agendas políticas ilusionan menos a la población que una visita al dentista.
Que con la que está cayendo, la clase política sea parte del problema y no parte de la solución es para nota.
Y claro no me extraña que con este panorama pongamos toda nuestra esperanza de redención ante el destino en 11 chavales vestidos de rojo, que parece ser el único mínimo común denominador de esta tierra llena de envidias yen la que todo, absolutamente todo se considera arma política. En vez de estar pensando en gobiernos de concentración, lealtades más allá de los partidos y pactos de Estado que recompongan nuestra ilusión como nación, aquí seguimos dándonos garrotazos. Parece que poco o nada ha cambiado desde que Goya retratara con tanta precisión nuestra alma más profunda.