Leyendo sobre… La doctrina del «shock»

Pertenezco al grupo de los que creen en la bondad del ser humano, en su capacidad de empatizar con el otro, en la necesaria dimensión comunitaria de la existencia humana. Por ejemplo, frente a la barbarie del antiguo régimen, prefiero mirar el espíritu de la revolución francesa, frente a la barbarie del nazismo, prefiero recordar la «declaración universal de los derechos humanos» y frente al carácter descarnado del ciclo económico, prefiero ver los instrumentos de cobertura social que hemos consensuado en un buen número de países para proteger a los que el sistema excluye.

Por todo ello leo con escepticismo el estupendo libro de Naomi Klein, la doctrina del Shock, (también en documental). La tesis central del libro es que la teología de mercado, sintetizada en el consenso de Washington (privatización, desregulación y recortes en los servicios públicos) puede imponerse en democracia, pero una implantación de largo alcance requiere de drásticas políticas, que sólo serán aceptadas en casos de traumas colectivos (crisis económicas, políticas, desastres naturales…) que venzan la resistencia de la gente. La autora, establece un paralelismo entre la tortura que anula la voluntad del individuo y las crisis sociales que anulan la capacidad de lucha de la gente; una vez que se produce dicha anulación es fácil controlar la voluntad del individuo y de la sociedad. Todas estas ideas las sintetiza la autora en la expresión «el capitalismo del desastre», una estrategia orquestada por gobiernos y corporaciones para aprovechar (o inducir) grandes crisis colectivas que permitan implantar el modelo económico de capitalismo desenfrenado, preconizado por el consenso de washigton bajo el lema de que no hay alternativa, y que beneficia solamente a la minoría mejor posicionada.
Decía que leo todo esto con escepticismo pues no quiero creer en la teoría conspirativa que plantea el libro; es más, quiero creer que las medidas propuestas por los teóricos del capitalismo del desastre tienen buenas intenciones; buscan el bienestar de la gente y creen de buena fe que el libre mercado sin control es el camino más rápido para lograrlo. Por ejemplo, no quiero atribuir la desastrosa transición económica rusa a una trama conspirativa que buscaba beneficiar a intereses particulares, sino a la ingenuidad de los economistas que la diseñaron y que no tuvieron en cuenta los aspectos institucionales y culturales.
En definitiva, no quiero creer en la conspiración sino en la buena fe. Pero cada día que pasa me lo tengo que repetir más veces. Además, siempre mantengo la esperanza de que cuando el mercado aprieta más allá de lo que requiere la eficiencia, la sociedad se resiste a convertirse en mercancía.