Sobre la Navidad

La navidad se está convirtiendo en una molesta china en el zapato para la  coherencia discursiva de la civilización occidental de tradición judeo-cristiana. Si bien, no molesta a todos, ni a todos de la misma manera.
Para la minoría cristiana practicante la china ni siquiera existe, por el momento; y vive con toda su significación cultual y religiosa estas fechas. Un segundo grupo, integrado por el resto de cristianos no practicantes, agnósticos y ateos indiferentes viven la navidad con ciertos adornos característicos de las fechas (árboles, belenes, tarjetas y buenos deseos) pero desprovista de su dimensión religiosa; podríamos hablar de un grupo «sin complicaciones»; respetan a la vez que exigen ser respetados. Un tercer grupo, los ateos militantes y expresamente beligerantes son los que se enfrentan a mayores incongruencias y, paradójicamente, los que se ponen un pelín pesados con el tema y aburren al más pintado de cualquiera de los otros grupos.
En la navidad actual, razón, sentimiento y negocio se entremezclan formando una extraña salsa. La razón laica y atea no quiere conmemorar la fiesta más emblemática del cristianismo, pero el sentimiento no puede resistirse a buscar y reencontrarse año tras año con la calidez humana y el instinto maternal de acogida que impregna estos días la gran mayoría de los hogares. Por otra parte, los centros comerciales, verdaderos nuevos templos del siglo XXI, han montado un enorme escenario de luces, velas, estrellas, bonachones-vestidos-de-rojo-con-barba-blanca, espumillón y burbujas para conmemorar algo a lo que la razón se resiste. Algunos tratan de reencontrar la coherencia en el «solsticio de invierno» y ancestrales ritos cósmicos pero no saben lo que hacer con los adornos culturales que decoran estos días. Es un anticlericalismo con festín en nochebuena y brindis con champán.
Por el momento, querámoslo o no la navidad tiene una profunda significación cultural que merece su conocimiento y, sobre todo, respeto. Escribo esta entrada escuchando el Mesías de Haendel. Una obra que conmueve sin ser creyente, pero que se disfruta mucho más cuando sabe interpretarse los textos. La experiencia de Fe es otra cosa bien distinta y queda restringido al ámbito personalísimo del individudo.
Por cierto, Feliz Navidad

PS. Margarite Yourcenar tiene una excelente glosa sobre la navidad (recientemente descubierta gracias a mi hermenéutico amigo) que no puedo dejar de transcribir como epítome del no creyente ilustrado y respetuoso con su tradición cultural.

Magarite Yourcenar (1976)

La época de las Navidades comercializadas ha llegado ya. Para casi todo el mundo –dejando aparte a los miserables, lo que nos da muchas excepciones- es un alto para el descanso, cálido e iluminado, en el período grisáceo del invierno. Para la mayoría de los que hoy celebran estos dóas, la gran fiesta cristiana se limita a dos ritos: comprar de manera más o menos compulsiva unos objetos útiles o no, y atracarse o atracar a las personas de su círculo más íntimo, en una inextricable mezcla de sentimientos donde entran a partes iguales el deseo de complacer, la ostentación y la necesidad de darse uno también un poco de buena vida. Y no olvidemos a los abetos siempre verdes cortados en el bosque –símbolos muy antiguos de la perennidad vegetal y que acaban por morir al calor de las calefacciones- ni a los teleféricos que sueltan a sus esquiadores sobre la nieve inviolada.
Yo no soy católica (salvo por nacimiento y tradición), ni protestante (salvo por algunas lecturas y por la influencia de algunos grandes ejemplos), ni siquiera cristiana en el sentido pleno del término, pero todo me lleva a celebrar esta fiesta tan rica en significaciones y también su cortejo de fiestas menores como el día de San Nicolás y la Santa Lucía nórdicas, la Candelaria y la Fiesta de los Reyes Magos. Pero limitémonos a hablar de la Navidad, esa fiesta que es de todos. Lo que se celebra es un nacimiento, y un nacimiento como debieran ser todos, el de un niño esperado con amor y respeto, que lleva en su persona la esperanza del mundo. Se trata de gente pobre: una antigua balada francesa nos describe a María y a José buscando tímidamente por toda Belén una posada al alcance de su bolsillo, sin que nadie acepte alojarlos, ya que los posaderos prefieren a unos clientes más brillantes y más ricos, siendo finalmente insultados por uno de los que “aborrecen a los pobretones”. Es la fiesta de los hombres de buena voluntad –como decía una fórmula que no siempre encontramos ahora, desgraciadamente, en las versiones modernas de los Evangelios-, desde la sirvienta sordomuda de los cuentos de la Edad Media, que ayudó a María en el parto hasta José que calentó ante una escasa lumbre los pañales del recién nacido, y hasta los pastores embadurnados de grasa de oveja y a quienes Dios juzgó dignos de ser visitados por los ángeles. Es la fiesta de una raza a menudo a menudo despreciada y perseguida, puesto que el Recién Nacido del gran mito cristiano aparece en la tierra como un niño judío (empleo la palabra mito con respeto, como la emplean los etnólogos de nuestro tiempo, y como algo que significa las grandes verdades que nos superan y a las que necesitamos para vivir).
Es la fiesta de los animales que participan en el misterio sagrado de esa noche, maravilloso símbolo cuya importancia comprendieron algunos santos y sobre todo San Francisco, pero en el que han descuidado y descuidan inspirarse muchos cristianos corrientes. Es la fiesta de la comunidad humana, ya que es, o será dentro de unos días, la de los Tres Reyes cuya leyenda nos cuenta que uno de ellos era Negro, alegorizando así todas las razas de la tierra que llevan al niño la variedad de sus dones. Es una fiesta de gozo, pero también tenida de patetismo, puesto que ese pequeño a quien se adora será algún día el Hombre de los Dolores. Es finalmente, la fiesta de la misma Tierra, que en los íconos de la Europa del Este vemos a menudo postrada a la entrada de la gruta en donde el niño escogió nacer; de la Tierra que en su marcha rebasa esos momentos el punto del solsticio de invierno y nos arrastra a todos hacia la primavera. Y por esta razón, antes de que la Iglesia fijara esa fecha para el nacimiento de Cristo, era ya, en épocas remotas, la fiesta del Sol.
Parece que no es malo recordar esas cosas, que todo el mundo sabe y que tantos de nosotros olvidan.