He estado recientemente en Estambul. Un congreso de pensamiento económico me llevó a disfrutar cuatro días de esta caótica, colorista, vital, histórica, marítima, poética, Europea y Asiática, moderna y desvencijada, gigantesca ciudad. Estambul es famosa, entre otras cosas, por su Gran Bazar y el mercado de las especias; pero cuando la paseas te das cuenta de que el verdadero bazar no es una espacio físico sino mental y cultural: todo está en venta, cualquier objeto encontrado se convierte en mercadería; cualquier rincón se convierte en tenderete. Cientos de vendedores, reales o simulados y con un enorme oficio, ofrecen miles de cachivaches por las calles. Pregonan a voz en grito ofertas y gangas. Por la energía que ponen parece que te están ofreciendo lo último en tecnología; pero no, con frecuencia, el carrito está lleno de frusleríasque hace años en Europa descansan en vertederos. Como muestra un botón.
Cruzando el puente Gálata había un Turco con una báscula alfombrada tipo años 60, posiblemente rescatada de cualquier lugar o comprada de 5º mano. Allí estaba, sin embargo, con su producto, ofertando, por el módico precio de 1 lira turca, poder pesarte en pleno puente sobre el cuerno de oro. No me digan que no merece un premio al emprendedor del año. Si yo me encuentro esa báscula o me toca en herencia, lo único que se me ocurre es tirarla; aquél señor, sin embargo, decidió montar un negocio. Además, por eso de la diversificación de producto, al lado tenía también varias flores secas; quizás para venderlas aparte, quizás para regalarlas como consuelo a quien la báscula le diera un disgusto.
¡Qué lastima no haber llevado una cámara de fotos para poder capturar esa auténtica postal del gran Bazar que la historia y el cruce de caminos han hecho de Estambul!