Mirando sin contemplar

Tengo la teoría de que uno no conoce realmente un sitio hasta que no se aburre en él.
Personalmente disfruto más de un pausado café frente a una gran monumento que del ajetreo, las colas y el cansancio físico y empacho mental que provoca la visita turística. De hecho, no me supone ningún problema viajar miles de kilómetros y dejarme una iglesia o un museo sin visitar. Parece, sin embargo, que es más común la actitud opuesta. No ver los lugares emblemáticos de una ciudad es como una especie de fracaso; nuestra expedición no ha culminado con éxito y al regresar al hogar sufriremos la humillación de tener que decir «no estuve allí» y tener que articular una explicación con visos de excusa.
Tampoco comprendo al que renuncia a visitar de nuevo un sitio porque ya lo conoce. ¡Hombre, pero si allí ya hemos estado! No entiendo que si gustó la primera vez se renuncie a repetir. Es como no querer disfrutar una y otra vez de un buen plato de comida, porque ya conocemos su sabor.

Ando estos meses por Cambridge, una ciudad agradable donde las haya, pero que se vuelve absolutamente agresiva los fines de semana por la cantidad de turistas que invaden sus calles y Colleges. Una pena que no puedan disfrutar del paseo en barca sin chocar unas con otras o de una Evensong en el King’s College sentados en el coro prácticamente en solitario.
Es cierto que el tiempo es limitado y que en la mayoría de los casos sólo podemos conocer los lugares que visitamos sin vivirlos, apresurándonos como turistas y no sintiéndolos como ciudadanos habituales. No obstante, siempre nos queda la opción de tomar la decisión de renunciar a la prisa y a la siguiente visita y detenernos a contemplar sosegadamente un lugar, y contemplarlo varios horas o conversar sobre él con los compañeros de viaje, sin agobiarnos porque algo se nos quedó por ver.