Callejero

Arena Teatro. 1987. Dirigida por Esteve Grasset

Intérpretes:
Callejero 1 (1987)
Enrique Martínez, Juan Mena, Juan Pedro Romera, Jose M. Manzanares
Callejero 2 (1988)
Enrique Martínez, Juan Mena, Elena Octavia, Juan Pedro Romera, Pepa Robles, Ana Olivares, Jose M. Manzanares
Escenografía: Jose Angel Navarro y Esteve Graset
Documentación y relaciones públicas: Manolo Robles
Administración: Vicenta Hellin
Música: Pepe Manzanares y Luis Muñoz.
Producción: Arena Teatro.

Leer texto – Esteve Grasset

Callejero (1987 y 1988) exploró el mundo suburbano que había estimulado también Fase 1, aunque eliminando de forma más radical la dimensión referencial y otorgando un mayor protagonismo escénico a los objetos: grandes cajas de madera con ruedas, unos muñecos construidos con tubos de cartón, cuerdas, papel de estraza y plástico negro. Graset sustituyó lo significante por lo evocativo y propugnó «un happening desarrollado a límites de estructura dramática». El resultado fue un poema físico-musical, construido gracias al movimiento y manipulación de los objetos por parte de los actores y la constante presencia de la música en escena (compuesta e interpretada por Luis Muñoz, con la colaboración de Pepe Manzanares) en que se aludía a la marginalidad, la soledad, la degradación, la lucha por la supervivencia en los límites de la sociedad urbana, la desolación del individuo en su enfrentamiento al mundo material…

En Callejero, el temblor se convirtió en «trémolo», una vibración corporal que los actores producían mediante un movimiento rítmico de los pies, acompañado de un relativo abandono del resto del cuerpo que se contagiaba de ese temblor producido en la base. El «trémolo» podía durar varios minutos y provocaba un estado de tensión tanto en el espectador como en los actores, con un efecto intencionalmente analogable al «mantra». En ocasiones, el «trémolo» se transmitía también a los objetos, cuando los actores manipulaban nerviosamente las sillas, que funcionaban casi como prolongación de su cuerpo.

Resulta inevitable pensar en algunas secuencias de Tadeusz Kantor al recordar el comportamiento de los actores de Arena en relación con la música y los objetos. Sin embargo, aunque Graset siguiera a Kantor en el tratamiento subhumano (que no marionetesco) de los actores, el interés por los objetos pobres y la recurrencia a la música para provocar acciones e incluso estados ficticios de trance, los espectáculos de Arena estaban privados de la memoria que hacía funcionar a los de Cricot 2. Si los actores de Kantor parecían enajenados por su sometimiento a la máquina de la memoria, la alienación de los actores de Graset se debía a su reducción al nivel de la vida de los objetos (lo cual no impedía que alguno de ellos dotara de una singular psicología a su personaje desmemoriado) .

En la segunda versión de Callejero, la incorporación de tres actrices propició una orientación más sensual del trabajo de Arena y la posibilidad de una tímida aproximación a los registros de la danza, por más que la oscuridad no se alejara de los impulsos creativos de Graset. Callejero 2 sirvió de preámbulo para el trabajo más equilibrado de la compañía: Extrarradios (1989).

Texto del programa – Ginés Bayonas (1987)

El teatro, el arte, para que sea auténtico, ha de ser una convención estética -consciente, como diría Meyerhold, o, si se quiere, inconsciente-. Pero no una convención homologada por mutuo consenso de todos aquellos que ostentan el reino de la verdad académica, sino una convención que surte libre, directamente de los pasillos oscuros de la mente creadora, entre los cuales tratamos de introducirnos, de perdernos sin plano ni guía para descubrir sensaciones que laten en nuestro interior sin apenas percibirlas. Los hechos se desarrollan según los cánones de la lógica de una manera lineal en las coordenadas reales de espacio y de tiempo. Sin embargo, cuando se almacenan en nuestro cerebro, adquieren dimensiones y formas nuevas, desarrollan una cronología y una lógica propias. “Callejero”, el último montaje de ARENA TEATRO bajo la dirección de ESTEVE GRASET, nos transporta directamente a un mundo que existe a nuestro alrededor, un mundo que se desarrolla en cualquiera de nuestras ciudades, en las cloacas, en las fábricas, en las esquinas y en los callejones vacíos; un mundo, no obstante, interiorizado, primero, y creado, después, a través de imágenes superpuestas, contradictorias, absurdas que, elaboradas dramáticamente, recobran vida y originalidad propias.

Si en “Usos domésticos” encontrábamos todavía lazos de unión entre los personajes, diálogos o simplemente acciones conjuntas y compartidas, en “Callejero” desaparecen hasta el punto de que los personajes, convertidos en meros ejecutores que mueven, desplazan objetos; producen efectos rítmicos perfectamente sincronizados -como un instrumento más- con la música, con la partitura que no diferencia en su pentagrama las notas producidas por un violín y una flauta de los pasos mecánicos del actor o del aliento de los objetos. Suprimidos, en una palabra, como tales seres autónomos, los personajes, surge sin más ante nuestros ojos un universo nuevo en el cual la materia comienza a adquirir una dinámica independiente, a adueñarse impúdicamente del escenario y, llegado el momento, a devorar a los personajes, a convulsionar el estado contemplativo del espectador. Se suceden sin interrupción, apenas con unos plásticos, unos papeles, unos cajones, estructuras arquitectónicas, esculturas en movimiento, donde a veces, como una naturaleza muerta, aparece también la figura humana, reducida a la sombra del paria, del autómata que pulula inconsciente entre los objetos que reproducen los entresijos de la ciudad o, lo que es lo mismo, las imágenes generadas por ellos: edificios, calles tendidas como la tela de araña cruzando la escena, maniquíes que contemplan inmóviles la situación, elevados a la categoría humana, balanceándose entre los cables que hacen levitar el mundo objetivo, real, mientras que, paradójicamente, los personajes de carne y hueso, tratando desesperadamente de librarse de la vorágine que los envuelve, de sobrevivir, son devorados por la materia, condenados al submundo que bulle entre las alcantarillas; obligados por un demiurgo a ser motor sordo del engranaje urdido en su contra para crear una perfecta fusión entre los elementos plásticos y los rítmicos, una síntesis acabada entre la escultura y la música, una estética que reivindica la danza como hilo conductor de la acción como catalizador del desarrollo escénico y la repetición minimalista como una metáfora del movimiento cíclico y recursivo de la existencia humana.

Críticas

La giga interminable – Eduardo Haro Tecglen. El País. 22/12/1988.

Arena Teatro: la investigación que no cesa – Ginés Bayonas. La Opinión. 28/12/1988.

Alcantarilla en Escena – Programa


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