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The Continuum. Beyond the Killing Fields (2002)

Reseña de la pieza de Ong Keng Sen

Conocemos la historia del Jemer Rojo  y la atrocidad de los campos de la muerte en Camboya. Pero ¿cómo situarse frente una persona que sufrió la tortura y sobrevivió a la muerte? ¿Cómo situarse cuando además esa persona no se exhibe sólo en su dolor, sino en su trabajo de ficción, en su convertirse habitual en imagen-movimiento, en cuerpo-movimiento, en espectáculo?

Hay diversos elementos en el dispositivo escénico que rompen la espectacularidad. El primero es el vídeo doméstico en color, de baja calidad: no hay pretensión artística en esos vídeos, son materiales de trabajo brutos. Esto puede molestar estéticamente, pero refuerza la percepción de la pieza desde el punto del vista de la vivencia. Duda: ¿no reduce el placer que para la propia intérprete supone estar en el escenario? Pero no se trata de hacer un espectáculo con el material de la propia vida, el espectáculo está fuera, está indicado, en otro lugar. Ahora se trata de mostrar.

La segunda ruptura documental está en la intervención del director, que explica que la protagonista es uno de los últimos archivos vivos de la danza palaciega camboyana.

La única danza que se muestra en formato espectacular ocurre al final de la pieza, y se la muestra con luz de baja intensidad, como si fuera ejecutada en la vitrina de un museo.

En cambio, el principio de la pieza es directo: los tres intérpretes, enfrentados a las cámaras que recogen sus primeros planos, relatan su experiencia terrible en los campos. El uso de la cámara permite la distancia, permite evitar la mirada directa: los actores no hablan al público individualmente, no miran a los ojos del espectador, miran a la cámara. Así se evita la emoción, se evita el sentimentalismo que haría imposible la continuidad.

Los tres primeros testimonios son los de los bailarines jóvenes. La maestra aparece después. Es ella el archivo viviente. Ella persiste en enseñar, en corregir. En un momento dado, asegura que su hija (quizá 50 años) tiene aún mucho que aprender. Ésta perdió a su marido y a su hija en el campo. Toda su vida desde entonces ha consistido en una tentativa de recuperar lo perdido. Pero su madre se preocupa de que baile. La madre identifica su vida con la danza, añora el palacio. Bailar es volver a su casa, al palacio. Y probablemente así se siente en el escenario.

Según el director, el proceso de construcción del espectáculo fue un proceso de sanación. Los actores pueden reír, pueden disfrutar en el escenario haciendo aquello que les gusta: danzar. Antes pasan por el relato de las dolorosas experiencias. ¿Los vemos como artistas o como víctimas? Imposible separar ambas condiciones.  Pero ¿acaso no es el presente lo que ahora importa? El presente está cargado de ambas condiciones, no podemos liberarnos de ellas. Pero sí podemos tratar de situarnos en el aquí y el ahora, en nuestra condición de personas capaces de hablar, capaces de comunicar con los otros, intercambiando experiencias, traduciendo vidas.

José A. Sánchez
Estambul, 2009

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La documentación y la memoria de lo efímero (1998)

El inicio de los registros generalizados de las artes efímeras, facilitado por la invención de los soportes videográficos en la década de los sesenta coincidió con un énfasis en lo performativo en el ámbito de la creación, es decir, con una acentuación de lo procesual, de lo presencial, en definitiva de lo efímero. El boom de lo digital vuelve a coincidir con un énfasis renovado en esta disposición, a la que se añade una preocupación aún mayor por la relación con el público y la consideración del mismo como coautor. ¿De qué modo abordar entonces la fijación de lo efímero y la documentación de la experiencia?

Ponencia presentada en el Encuentro Iberoamericano de Archivos de Artes Escénicas, organizado por Plataforma y Centro de Investigación, Documentación y Difusión de las Artes Escénicas, Centro Cultural Teatro Solís / IMM, Montevideo, 19 de noviembre de 2008.

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Memory (2008)

Sobre la pieza del Living Dance Studio de Beijing

La pieza forzaba al espectador a una reflexión sobre su posicionamiento en el campo de la mirada y a una toma constante de decisiones sobre cómo situarse en ese campo; en sentido literal, pues la duración de la pieza en su versión original (ocho horas) obligaba a que cada uno decidiera cuándo empezar, cuándo descansar, cuándo volver y cuándo terminar; pero también en sentido político, pues el espectáculo remitía a unos tiempos, los de la revolución cultural en China, que diferentes espectadores podían comprender desde posiciones muy diversas. La cuestión de la mirada había ocupado un lugar central en la trayectoria de esta compañía dirigida por la coreógrafa Wen Hui y el realizador cinematográfico Wu Wenguang. En piezas anteriores, el espectador se veía obligado a situarse siempre en ese doble sentido: en cuanto espectador y en cuanto individuo. En cuanto espectador, debía buscar su lugar: Informe sobre dar a luz (1999) era una instal-acción que debía ser recorrida y en cuyo interior el espectador podía decidir sus tiempos; Danza con trabajadores de granja(2001) se presentó en una nave en construcción y los espectadores eran invitados a asistir a un momento del proceso en un espacio que más que nunca pertenecía a los otros, a los trabajadores-intérpretes que actuaban en el mismo. Pero también en cuanto individuo, cada espectador debía confrontarse con las piezas poniendo en juego sus condicionantes culturales y afectivos: una apuesta por la recepción individualizada, que sigue siendo un reto en el contexto de la cultura de masas y que en el momento actual adquiere relevancia política, y una apuesta también por la comunicación que asume el reto de la alteridad sin pretender disolverla.

En Memoria, se proponía una nueva inversión de la mirada. La inversión implica, en sentido literal, un volver la vista atrás, pero ese volver la vista atrás es una metáfora, pues no miramos realmente el pasado, sino que más bien lo re-imaginamos. Al re-imaginarlo, los recuerdos sensibles se asocian a las experiencias afectivas y a la memoria misma del cuerpo; en la memoria, cuerpo e imagen se interpenetran de un modo difícilmente imaginable en la experiencia cotidiana. Wen Hui declaraba que su primer estímulo para la composición de la pieza partía de una memoria corporal asociada a las viejas canciones de la revolución cultural que ella escuchó de niña, y que le llevaron a su cama, cubierta por un mosquitero, sobre la que ejecutó sus primeras danzas ante los familiares. Esta memoria corporal establecía la estructura escenográfica y narrativa del espectáculo, que se completaba con secuencias de un documental de Wenguang sobre los guardias rojos y diversos testimonios tejidos física y verbalmente por la actriz Feng Dehua. La memoria corporal era en primer lugar repetitiva; de ahí que durante ocho horas Wen Hui ejecutara una secuencia cíclica, sólo modificada por las intervenciones puntuales de Wenguang sobre su cuerpo; de ahí que en determinados momentos, su cuerpo se sumara al de las actrices de las “óperas modelo” en la repetición de aquellas danzas revolucionarias, cargadas de optimismo y artificial ingenuidad, que penetraron indeleblemente en su imaginario infantil.

Pero recordar exige también dejar de mirar la realidad actual para concentrar el esfuerzo de la imaginación en el pasado, es decir, recordar exige cerrar los ojos. Esto es lo que hacía Wen Hui: volverse sobre su propio cuerpo, buscar en el interior del mismo las experiencias de aquel tiempo pasado enterradas en la memoria de los músculos, de los gestos, de las posiciones, de las sensaciones. Esto es lo que hacía Feng Dehua: apartar la vista de la imagen y concentrarla en la escritura, en las palabras que ella misma caligrafiaba sobre el tablero de la máquina de coser y que en ocasiones se proyectaban ampliadas sobre el gigantesco mosquitero-pantalla, o en las palabras que pronunciaba durante sus recorridos cíclicos en torno al escenario empujando pacientemente su instrumento de tejido-escritura. Y esto es lo que hacía, paradójicamente, el realizador Wu Wenguang, cuando renunciaba a sus ojos y sus manos de artista, es decir, a la cámara y a las imágenes, y entraba en escena, hablaba, actuaba, incluso bailaba; pero sobre todo cuando, en contraste con los primeros planos de los guardias rojos que recordaban su experiencia durante la revolución cultural en su documental, él proyectaba el primer plano de la parte posterior de su cabeza, cuidadosamente rasurada; sobre esa imagen de la cabeza hacia atrás se podía ver en transparencia a Wen Hui, cuyo cuerpo en ocasiones el propio Wenguang modificaba en una vana tentativa de aproximarlo a la imagen que él quería crear. ¿Y el espectador? A él correspondía que la máquina de la memoria no se detuviera, que esos cuerpos presentes en escena no se convirtieran en imágenes de archivo aplastadas bajo el peso de la historia, sino en sensaciones vivas que pueden una y otra vez actualizarse en experiencia.

José A. Sánchez, 2009

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Haonan Haonu (1995)

Comentario a la película Hombres buenos, mujeres buenas, de Hou Hsiao-hsien

Hou Hsiao Hsien nos introduce en el apartamento de una actriz: Liang Ching se prepara para interpretar el personaje de Chiang Bi-yu, una joven comunista taiwanesa que en los años cuarenta viajó al continente para apoyar a los revolucionarios de Mao en su lucha contra los nacionalistas del Guomindang. Durante la preparación de su personajes, y a falta de modelo real, se dedica a visionar películas de esa época, concretamente Primavera tardía, del japonés y nada políticamente comprometido Yasujiro Ozu. Pero un accidente la enfrenta a otro reto inesperado: alguien ha encontrado el diario que recientemente ha perdido y ahora lo está recibiendo página a página en el fax de su apartamento, viéndose así obligada a releer el relato de su propia vida. La narración se desarrolla en tres tiempos diferentes que son también cuatro tiempos de experiencia: la ficción de la película de Ozu que paradójicamente sirve de modelo a la reconstrucción de una vida real, la vida real pero ahora convertida en ficción de Chiang Bi-yu; la vida real pero ahora convertida en relato de Liang Ching; y el tiempo presente, la vida ahora, que sólo adquiere sentido en la recuperación y restitución de las otras vidas. Desde el punto de vista de la experiencia actual, el tiempo presente es el más pobre; desde el punto de vista del sentido, es probablemente el más rico. El espectador asiste a las tres ficciones reconstruidas, pero asiste también al espectáculo de la mujer espectadora (o más bien oyente) de su propia vida. Y en ese momento el espectador descubre que la distancia que le separa de los otros puede ser tan grande como la que le separa de sí mismo. ¿Por qué ese deseo de conocer la vida del otro si somos incapaces de conocer la complejidad de nuestra propia vida?

José A. Sánchez

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Palestina: Tierra, Exilio, Creación (2006)

Programa realizado en colaboración con Gonzalo Fernández Parrilla para la Fundación Antonio Pérez de Cuenca. Noviembre, 2006.

    

Encuentro de artistas, escritores y cineastas palestinos con críticos, poetas, artistas y estudiantes españoles. El objetivo de este proyecto fue dar a conocer la obra artística de los ciudadanos palestinos, privados de tal condición por una ocupación que ha borrado la posibilidad de una cotidianidad productiva en la que los individuos libremente puedan ser simplemente artistas, escritores o cineastas. Una de las líneas discursivas de este proyecto fue proponer la actividad de estos individuos a quienes no se permite ser individuos en una tierra expropiada no sólo en la injusticia de su singularidad, sino también como metáfora de una condición que afecta a muchos otros ciudadanos del planeta, de maneras quizá menos visibles.

> Leer texto de introducción al catálogo: “Cartografía de la memoria y el muro“, por José A. Sánchez y Gonzalo Fernández Parrilla.

Programa del encuentro

Cartografía de la memoria y el muro (2006)

En 1936, Franz Krausz diseñó un cartel para la Asociación para el Desarrollo del Turismo en Palestina, que reproducía una vista de la ciudad de Jerusalén, presidida por la impresionante cúpula dorada de la mezquita de Al Aqsa, con un lema rotulado debajo: ‘Visite Palestina” . Visit PalestinaLa asociación turística era en realidad una agencia sionista y su objetivo, invitar a los judíos de todo el mundo a visitar los territorios que se les proponía ocupar. El cartel sionista de 1936 se ha convertido ahora en icono de la resistencia palestina a la ocupación. Además de la consabida y variopinta peregrinación a Tierra Santa, el turismo político es casi el único posible actualmente en Palestina. Los “turistas” son, por lo general, miembros de organizaciones no-gubernamentales, cooperantes, periodistas o diplomáticos. Palestina ha perdido su atractivo, en gran parte porque ha perdido su costa, su autonomía y también su nombre. Las alternativas producidas por el estado israelí (“Visite Israel”) quedan muy lejos de la efectividad publicitaria conseguida por aquellos sionistas, desconocedores aún de la magnitud del holocausto que convertiría un turismo voluntario en exilio forzoso y también en colonización. Visitar Palestina hoy es algo mucho más complejo que hace setenta años.

En estas décadas Palestina ha sido actualidad permanente en la escena internacional, si es que es posible serlo durante tanto tiempo sin dejar de ser noticia, sin convertirse en una monótona cantinela. Casi a diario, los medios de comunicación nos acercan a algún aspecto de esa convulsa y compleja realidad en la que Palestina e Israel se entremezclan en un territorio de fronteras movedizas que provocan una complicadísima situación política heredera de una Historia harto convulsa […] 

>> Leer texto completo en el archivo adjunto: Cartografía de la memoria y el muro comprimido

José A. Sánchez y Gonzalo Fernández Parrilla, “Cartografía de la memoria y del muro”, en Palestina: tierra, exilio, creación, Fundación Antonio Pérez, Cuenca, 2006, pp. 5-17.

José A. Sánchez

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S-21. La máquina de matar (2003)

Comentario a la película de Rithy Panh sobre el campo de exterminio del Jemer rojo.

Rithy Panh acompaña a uno de los escasos supervivientes al lugar donde había sido detenido y sometido a tortura, el célebre campo de exterminio de Toul Sleng, también conocido como S-21. El protagonista, que se apoya en fotografías y en sus propios cuadros para provocar la memoria de otros dos supervivientes y un grupo de guardianes, se esfuerza vanamente en arrancar a estos unas palabras de arrepentimiento, el reconocimiento al menos de la indignidad de su comportamiento. Al igual que los oficiales nazis, ellos se limitan a declarar que cumplían órdenes del partido, que los prisioneros eran enemigos del país, que desde que atravesaban la puerta del campo ya no eran seres humanos, sino muertos y que, por tanto, al golpearlos y torturarlos para extraer de ellos absurdas confesiones, minuciosamente documentadas, no hacían algo muy diferente a manipular cadáveres. La alienación de los guardianes, que en el momento del genocidio tenían entre trece y veintitrés años, constituye un signo irrefutable de la eficacia de la maquinaria de exterminio ideada por Pol Pot y los jemeres rojos, a la que sucumbieron un millón doscientos cincuenta mil camboyanos, una sexta parte de la población del país.

Una de las secuencias más espeluznantes del documental de Panh es aquella en que uno de aquellos torturadores-niños escenifica, al modo de una “escena de calle” brechtiana, su rutina de trabajo como vigilante de una celda de prisioneros: el exterminio convertido en teatro, la crueldad y la tortura, en juego. Cuando se le pide que recuerde cómo era su trabajo en el campo, él repite en un asombroso ejercicio de memoria corporal, sus acciones cotidianas, los paseos, los gritos, los golpes, etc. Su cuerpo repite, su voz repite, pero en su memoria no hay conciencia crítica. Por más que el pintor que protagoniza el documental trata de arrancar una palabra o un gesto de arrepentimiento a los torturadores, ellos se mantienen bloqueados, no reconocen la indignidad de su acción. Sin embargo las pueden repetir en los detalles más mínimos. La memoria física no va acompañada por el juicio ético, más bien contribuye a su anulación. Estos actores espontáneos, estos bailarines espontáneos comparten con los actores teatrales aquello que ya Brecht denunciara: la repetición como autocompasión, la repetición como anulación de la crítica.

Este tipo de actuación corresponde a lo que Ricoeur denomina, citando a Bergson “memoria hábito”, “aquella que desplegamos cuando recitamos la lección sin evocar, una por una, las lecturas sucesivas del período de aprendizaje. En este caso, la lección aprendida “forma parte de mi presente por la misma razón que mi hábito de caminar o de escribir; es vivida, “actuada”, más que representada”.[1] La memoria repetición se opondría a la memoria imaginativa y estaría emparentada con los “hábitos” o las “destrezas”, que no permiten, por su cuasi-automatismo, el despertar de la crítica.

El S-21 es ahora un museo del genocidio, en el que se exponen las fotografías de las víctimas que los propios verdugos realizaron de acuerdo al afán documental del régimen.[2] Los rostros siguen mirando perplejos o aterrados al visitante, reclamando la justicia que no se les hizo y en cualquier caso la memoria. Sin embargo, esas fotografías son también signo de una muerte prematura, una muerte que sobrevino en el mismo momento en que la fotografía fue tomada. Como aseguran los guardianes, aquellas personas estaban ya muertas, era imposible tratarles como a seres humanos: habían sido condenados en el momento de la detención y esa condena se había materializado en la fotografía adjunta a la ficha. De ahí que los interrogados no reaccionen ante las fotos de las víctimas que les muestra insistentemente el protagonista del documental de Panh: son incapaces de reconocer al ser humano que el rostro revela.

La reducción del cuerpo a imagen practicada por los documentalistas del Khemer rojo es testimonio de una negación de la alteridad que permitió la aniquilación de millones de personas en el contexto no de una guerra entre Estados, sino de una guerra del Estado contra sus ciudadanos, una guerra loca donde ni siquiera había diferencias objetivas de clase, de raza o de religión. La negación de la alteridad se producía en primer lugar mediante la fotografía, mediante la reducción del rostro a cosa, mediante el cierre de la apertura a la trascendencia; sobre ese cierre se podía construir la totalidad imaginada por los ideólogos rojos: el control férreo de la población aseguraba el blindaje contra la amenaza de lo infinito. La tortura y la muerte constituían los procedimientos seguros para alcanzar el objetivo.

La exhibición de esas fotos en el museo del genocidio pretende restituir la potencialidad trascendente de cada uno de los allí fotografiados, es decir, permitir al visitante imaginar la posibilidad de un auténtico cara a cara que al menos en el ámbito de la memoria haga posible el reconocimiento de la alteridad y, por tanto, el acceso a lo infinito. Pero ¿cumplen realmente esa función? ¿Consiguen esos rostros inertes superar la fijación, la cosificación que les impusieron sus torturadores? ¿O tenía razón Weiss al optar por el anonimato para poner de relieve la aniquilación de la identidad practicada efectivamente durante el genocidio?

José A. Sánchez

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Ararat (2002)

Comentario a la película de Atom Egoyan

 La película muestra, entre otras cosas, el proceso de rodaje de otra película que trata sobre un genocidio olvidado, el genocidio de los armenios turcos a manos de sus compatriotas árabes durante la primera guerra mundial (1915), una matanza sistemática de un millón de personas que borró del mapa de Turquía a los armenios residentes en ese país. Recuperando procedimientos postbrechtianos, Egoyan recurre al cine dentro del cine para evitar la espectacularización del sufrimiento, aunque la distancia respecto a lo único real en la película, el genocidio histórico, obliga al director a plantear una estructura más compleja, en la que se cruzan diversas líneas argumentales y diversas experiencias vitales. Una compleja trama de relaciones personales marcadas por la memoria se posa sobre el objeto mismo de la película, relaciones construidas a partir de tres núcleos: el cineasta Saroyan, que rueda la película sobre el genocidio, el aduanero David, que interroga al joven Raffi a su regreso de Armenia portando tres latas cerradas que presumiblemente contendrían droga, y la familia de Ani, la historiadora del arte experta en la obra de Arshile Gorky, madre de Raffi y madrastra de la amante de éste. Las relaciones entre estos personajes, que se cruzan de diversos modos a lo largo de la película, permiten la constante interpenetración de lo privado y lo público, de la memoria y la historia. La historiadora turco-armenia escribe un libro sobre el suicidio de su compatriota Gorky; al hacerlo, escribe también en parte sobre la muerte de su primer marido, padre de Raffi, muerto en el intento de asesinar a un diplomático turco. La hijastra, Celia, pertenece a otro mundo, y a veces habla francés con su madrastra, a quien le reprocha el haber inducido el suicidio de su padre tras comunicarle que lo abandonaría por un nuevo amante. La relación tormentosa entre madre, hijo e hijastra atraviesa toda la película, estableciendo un paralelismo constante con la figura de Gorky. El segundo eje de personajes lo compone la familia del aduanero, incapaz de adaptarse a la nueva realidad familiar: su hijo, tras asumir su homosexualidad, se ha separado y convive con un actor de origen turco, musulmán, cuya presencia interfiere la relación del aduanero con su nieto. El tercer eje es el de Saroyan y su guionista, los autores de la película sobre el genocidio armenio, que deciden contratar como asesora a la historiadora del arte.

El punto de arranque lo constituye el retrato que Gorky hizo de su madre a partir de una fotografía en la que se les ve a ambos posando frente a la cámara en 1915.  El director y el guionista de la película deciden introducir al personaje de Gorky en ella, para lo cual contratan a Ani como asesora. Es una licencia poética más, como tantas otras que se admiten en el cine de ficción. Pero Egoyan descubre la licencia y de esa manera se puede permitir no sólo introducir a Gorky en la película de Saroyan sino convertir el cuadro en motivo recurrente de la misma. Ese cuadro, inspirado en un relieve de una pequeña iglesia armenia que representa una maternidad, es el lugar de encuentro de todos los personajes: Gorky, testigo directo del genocidio; Raffi y Ani, que se identifican con esa representación; Celia y el padre suicidado; el aduanero y su hijo (y su nieto); el propio Saroyan y la memoria de su pueblo. Los personajes se encuentran y desencuentran, se confrontan con sus memorias y sus fantasmas en tres niveles narrativos: el interrogatorio del aduanero al joven, cuando éste vuelve de Turquía con varios vídeos digitales con imágenes de la zona arrasada y tres latas de película precintadas; el proceso de rodaje de la película y los sucesos que ocurren alrededor de la misma; las escenas de la película: el asedio al barrio armenio de Van, los intentos de Usher por salvar a la población armenia en torno a la misión estadounidense, la deportación masiva y los asesinatos en masa.

La virtud de esta opción de cine dentro del cine es que evita el sentimentalismo que afecta a la representación de la masacre e invita al espectador a buscar más documentación sobre un hecho histórico olvidado y a pensar sobre las consecuencias del genocidio en las relaciones cotidianas que se establecen entre personas en teoría muy alejadas del mismo. Además de las situaciones de conflicto derivadas de la compleja relación familiar, una de las más intensas se produce cuando se encuentran el actor de origen turco que representa al militar responsable de la masacre de Van y Raffi, que no puede dejar de mirar al actor con odio ni perdonarle su incredulidad respecto al genocidio. De la película interior, en cambio, sólo se ven fragmentos, durante las secuencias que representan su estreno. La mirada de Saroyan en ese momento es tan importante como las imágenes de la película.

Lo importante de la película de Egoyan es que invierte el sentido de la mirada. La multiplicación de planos de realidad, la reflexividad y el barroquismo, que en el teatro y el cine de los ochenta habían servido para poner de relieve la imposibilidad de la representación de la realidad, aquí son puestas al servicio de un redescubrimiento de la realidad olvidada. La eficacia de ese redescubrimiento puede medirse por las reacciones que la película provocó en Turquía: más allá de la compleja trama de ficción, los espectadores vieron aquello que durante tantos años se había tratado de silenciar. Lo mismo cabe decir respecto a la interrelación entre lo público y lo privado: lejos de convertir lo histórico en paisaje de una relación privada (esquema habitual no sólo en producciones posmodernas, sino también en muchas producciones comerciales), el cuidadoso seguimiento de las relaciones entre los personajes permite, mediante una especie de ósmosis entre los diversos planos narrativos y temporales, introducir densidad humana en una historia de la que sólo quedan huellas, documentos y memorias.

 

José A. Sánchez