Archivo por meses: octubre 2008

Kairos, Sísifos y Zombies (2008)

Reseña del espectáculo de L’Alakran, dirigido por Óskar Gómez Mata

Kairos es el tiempo de la vivencia. No existe solo, existe siempre en compañía de Kronos, el tiempo de la sucesión, el tiempo de la historia, de la economía, el tiempo que se escapa continuamente. Kairos es el tiempo que se puede detener si uno está atento, y que se puede expandir desafiando la sucesión inexorable de los segundos y los minutos. Se expande mediante la intensidad, mediante el vacío, mediante la memoria, mediante el deseo. Hay momentos en la vida que recordamos expandidos. Esos momentos retornan: desafiaron a Kronos y lo continúan desafiando. Sin embargo, Kairos está condenado a sucumbir a los pies de Kronos. La suya es una resistencia ilusionada, y al mismo tiempo melancólica.

Quizá por esto Oskar Gómez, en uno de los momentos más hilarantes de la pieza, habla de caracoles, esos animales que se pasan media vida escondidos, que se desplazan con lentitud desesperante y que nos resultan tan anacrónicos: con ese tiempo vital tan lento y esas defensas tan obsoletas, tan desproporcionadamente frágiles. Los caracoles perciben la realidad tan lentamente como la viven, por lo que es fácil engañarles. ¿Pero no somos todos también caracoles? Tan preocupados en proteger nuestra individualidad bajo una concha que cualquier aliado de Kronos puede aplastar sin problemas o que cualquier sensor electrónico puede traspasar, tan cautos en nuestro camino, tan escondidos, que la vida se nos escapa y, por protegernos de Kronos, somos incapaces de atrapar a Kairos.

Este es el tema de Kairos. Oskar Gómez lo introduce en el vídeo que precede a la pieza. Ahí se define como uno de los seres intermedios: de quienes no se habla mal, porque no son criminales, ni bien, porque no está muertos. Los seres intermedios son zombis, es la clase media narcotizada por los miedos, por los deseos prefabricados, por la impotencia, por la conciencia de la propia debilidad. Y lo que Óskar propone no es que perdamos nuestra condición de zombis, sino que al menos nos reconozcamos como tales, adquiramos conciencia de ellos. ¿Cómo? Agujereando la realidad.

Agujerear la realidad implica también plantarle cara a Kronos, encontrar el tiempo de la vivencia, el tiempo esférico, que en la pieza se presenta mediante globos de helio blancos. Pero también mediante vacíos en la estructura narrativa. Y vacíos también en el dispositivo espectacular, cuando ya bien avanzado el montaje se propone a los espectadores abandonar la sala y practicar diez minutos de silencio y meditación mientras responden un sencillo cuestionario y componen un “haiku”.

El agujereamiento de la realidad se realiza en primer lugar mediante un agujereamiento del espectáculo. Óskar introduce a su madre, disfrazada con peluca y zapatillas étnicas, a la que invita como espectadora en escena de la pieza. En diversas ocasiones, como ya es habitual en L’Alakran, los discursos se dirigen a los espectadores, y en ocasiones los actores parecen perder su personaje, por más que su personaje seauna elaboración de su propia personalidad, para entrar en un terreno casi coloquial. Y en un momento dado aparece un extra, un chico negro, sometido a cuestionario vergonzante, igualmente disfrazado, aunque la invisibilidad de su disfraz para nosotros espectadores resulte más lacerante que las preguntas irrespetuosas de la entrevistadora.

Otros recursos habituales en el estilo de L’Alakran son el juego de amo/esclavo (Espe y su perrito, la entrevista al extra, etc.), la desnudez masculina asociada al pensamiento o la poesía, la traducción de códigos en reinterpretación humorística (la secuencia de I Chin), o el recurso a las máquinas convertidas por su disfuncionalidad en animales estúpidos o fenómenos de circo  (la lanzapelotas de tenis y la coloca pelotas de golf). El circo pobre, el cabaret casi doméstico están presentes igualmente en el tono y en la construcción narrativa de la pieza. Del mismo modo que el grotesco tiña todo el espectáculo y lo sitúe continuamente próximo a la tierra (y a la conciencia de la muerte): los disfraces, la exhibición del cuerpo bajo, los excrementos, hasta la boca abierta que resulta del I Chin.

Lo nuevo es la introducción de algunas agujas políticas: la secuencia en la que se escenifican los presupuestos y los agradecimientos: 30 euros para el figurante, 3900 para la compañía, 210000 para el festival, 43000000 para la Concejalía de cultura. Cada uno agrade al otro el cheque simbólico de rodillas y con la cabeza agachada y la representante del ayuntamiento lo agradece al público. O la secuencia que enlaza con la historia de los caracoles en la que se descubren los negocios vergonzosos del BBVA.

Kairos practica nuevamente la bufonería ilustrada. La del bufón que se exhibe ridículo, que exhibe su cuerpo frágil, que sale de su concha de caracol y se presta al pisotón.. Pero que al hacerlo, se libera para la reflexión, para la crítica, incluso para la moralización. Eso sí, siempre desde el humor, retornando continuamente al humor, pues sabe que sólo en el humor es eficaz su discurso. El bufón ilustrado es un bufón melancólico, capaz de domar su melancolía y transformarla en risa. La risa también es una expansión del tiempo, la risa también es Kairos. Por más inalcanzables que parezcan las soluciones a los problemas debatidos en la dimensión de Kronos, el bufón sabe que no puede correr tras ellos, que a él sólo la risa le permitirá triunfar (y ser feliz), en la dimensión de Kairos. ¿Y el espectador?

José A. Sánchez

Bilbao, 24 de octubre de 2008

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La danza que se toca (2008)

Sobre Solo a ciegas (con lágrimas azules) de Olga Mesa

Olga Mesa ha compuesto una pieza escénica que funciona como un objeto, o más bien como una construcción cuidadosamente realizada mediante el agregado de pequeños pero sólidos objetos. Los objetos son inmateriales, existen sólo cuando el espectador asume que ya no está ahí para mirar, sino para tocar lo que en su imaginación se va conformando. La coreógrafa de los ojos cerrados no puede ver y las imágenes que crea no son para ser vistas: si en la danza conceptual la visión imaginaria sustituye la inmediatez estética del cuerpo en movimiento, en la “danza a ciegas” de Olga Mesa, es el tacto imaginario el único sentido que permite un vínculo directo entre el espectador y el artista.

Desde Daisy Planet Olga Mesa se ha interesado por invitar al público a abandonar la mirada de quien contempla y compartir con la intérprete la mirada de quien actúa. Mediante las proyecciones de circuito cerrado, la coreógrafa jugaba a invertir las miradas: mostrar al espectador la posibilidad de usar el cuerpo para ver y la mirada para tocar. El recurso a reflejar al espectador en escena se repite en Solo a ciegas, pero de una manera oblicua, por medio de pequeños espejos dispuestos en los laterales del escenario. El espectador puede descubrirse a sí mismo nada más llegar al teatro, o puede tal vez ni darse cuenta de que su imagen está siendo reflejada en ese espejo. Lo que ocurre en el espacio intermedio es responsabilidad suya.

En Suite au dernier mot, la decepción del espectador mirón llegaba a su extremo en el momento en que Olga abandonaba la escena y ésta era ocupada sólo por el sonido directo. El “fuera de campo” sería desde entonces el núcleo de sus investigaciones. ¿Cómo vemos aquello que no vemos? ¿Qué conocimiento reside en la invisibilidad? En lo que incide Olga Mesa es en la falsa identificación entre oscuridad y vacío, entre invisibilidad y ausencia. Con los ojos cerrados, ella recibe al público. Su ausencia de visión es inversamente proporcional a la intensidad de su presencia para el espectador en escena. Pero ¿qué está viendo? ¿Cómo puede el espectador ir más allá de ese cuerpo temporalmente ciego y participar de la visión que ahora se le niega?

Los ojos cerrados de la coreógrafa nos anuncian que la suya no será una pieza de cuerpos que componen imágenes, sino más bien la pieza de un cuerpo que maneja la luz y el tiempo para componer objetos. Las imágenes son sustituidas por objetos, pero los objetos son construidos mediante una combinación de inmaterialidad (luz) y efimeridad (tiempo). La solidez está reservada al cuerpo. Sin embargo, el cuerpo parece ausente, extrañado, como si actuara independencia de la subjetividad que se le supone en cuanto cuerpo de autora, desplazada ahora al espacio inmaterial que sólo con los ojos cerrados el espectador podría compartir.

Mediante los largos oscuros, Olga Mesa fuerza al espectador a cerrar también los ojos. Por si esto no fuera suficiente, ya al principio del solo su cuerpo obstruye el chorro de luz que muestra los fragmentos cinematográficos, recuperados de forma indirecta, oblicua, como la imagen misma del público, y como ésta, arbitrariamente recortada sobre un espejo. Al interferir con su cuerpo-carne la imagen cinematográfica, Olga Mesa parece insistir en la materialidad del cine, incluso cuando el soporte es ya electrónico y su imagen el resultado de una multiplicación de reflejos.

El cine es luz y el cuerpo es memoria. En la memoria del cuerpo habita el dolor de aquellos a quienes no se conoció. Habita también el impulso animal, la naturaleza extraña (y sin embargo reconocible en alguna de nuestras zonas oscuras). Y habita la disciplina, la disciplina conocida (la de nuestra educación como ciudadanos y como autores o consumidores de experiencias estéticas), la disciplina por conocer (la bailarina de tango, como víctima de una tortura). La memoria no se muestra en imágenes; se manifiesta primariamente como eco, como sonidos que retornan: imposible controlar su estructura, o prever su frecuencia. Las imágenes están ahí, debemos interpretar su flujo para escuchar. Olga Mesa invita a un juego de silencio, de referencias cruzadas, de penetración en el otro.

Y el espectador durante largos minutos privado de su condición de tal, comienza a disfrutar estéticamente en el momento en que sus ojos se acostumbran a la oscuridad, cuando comprende que las imágenes documentales que fragmentariamente observa no le devuelven la realidad, sino la memoria (la memoria reside siempre en el cuerpo), cuando comprende que la extrañeza del movimiento no es el resultado de construcciones caprichosas, sino una destilación de lo que nos resulta más próximo, y que ese cuerpo disfrazado o disciplinado es un deseo que tanto como un recuerdo, que no se construye en escena, que está en nosotros, muy cerca, y que lo podemos tocar. La experiencia estética se produce cuando el espectador asume que las lágrimas azules no son metafóricas ni líquidas, sino sólidas, escultóricas, y que, para comprender, debe cerrar los ojos y extender las manos hacia la oscuridad de su imaginación.

José A. Sánchez, 2008

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Memory (2008)

Sobre la pieza del Living Dance Studio de Beijing

La pieza forzaba al espectador a una reflexión sobre su posicionamiento en el campo de la mirada y a una toma constante de decisiones sobre cómo situarse en ese campo; en sentido literal, pues la duración de la pieza en su versión original (ocho horas) obligaba a que cada uno decidiera cuándo empezar, cuándo descansar, cuándo volver y cuándo terminar; pero también en sentido político, pues el espectáculo remitía a unos tiempos, los de la revolución cultural en China, que diferentes espectadores podían comprender desde posiciones muy diversas. La cuestión de la mirada había ocupado un lugar central en la trayectoria de esta compañía dirigida por la coreógrafa Wen Hui y el realizador cinematográfico Wu Wenguang. En piezas anteriores, el espectador se veía obligado a situarse siempre en ese doble sentido: en cuanto espectador y en cuanto individuo. En cuanto espectador, debía buscar su lugar: Informe sobre dar a luz (1999) era una instal-acción que debía ser recorrida y en cuyo interior el espectador podía decidir sus tiempos; Danza con trabajadores de granja(2001) se presentó en una nave en construcción y los espectadores eran invitados a asistir a un momento del proceso en un espacio que más que nunca pertenecía a los otros, a los trabajadores-intérpretes que actuaban en el mismo. Pero también en cuanto individuo, cada espectador debía confrontarse con las piezas poniendo en juego sus condicionantes culturales y afectivos: una apuesta por la recepción individualizada, que sigue siendo un reto en el contexto de la cultura de masas y que en el momento actual adquiere relevancia política, y una apuesta también por la comunicación que asume el reto de la alteridad sin pretender disolverla.

En Memoria, se proponía una nueva inversión de la mirada. La inversión implica, en sentido literal, un volver la vista atrás, pero ese volver la vista atrás es una metáfora, pues no miramos realmente el pasado, sino que más bien lo re-imaginamos. Al re-imaginarlo, los recuerdos sensibles se asocian a las experiencias afectivas y a la memoria misma del cuerpo; en la memoria, cuerpo e imagen se interpenetran de un modo difícilmente imaginable en la experiencia cotidiana. Wen Hui declaraba que su primer estímulo para la composición de la pieza partía de una memoria corporal asociada a las viejas canciones de la revolución cultural que ella escuchó de niña, y que le llevaron a su cama, cubierta por un mosquitero, sobre la que ejecutó sus primeras danzas ante los familiares. Esta memoria corporal establecía la estructura escenográfica y narrativa del espectáculo, que se completaba con secuencias de un documental de Wenguang sobre los guardias rojos y diversos testimonios tejidos física y verbalmente por la actriz Feng Dehua. La memoria corporal era en primer lugar repetitiva; de ahí que durante ocho horas Wen Hui ejecutara una secuencia cíclica, sólo modificada por las intervenciones puntuales de Wenguang sobre su cuerpo; de ahí que en determinados momentos, su cuerpo se sumara al de las actrices de las “óperas modelo” en la repetición de aquellas danzas revolucionarias, cargadas de optimismo y artificial ingenuidad, que penetraron indeleblemente en su imaginario infantil.

Pero recordar exige también dejar de mirar la realidad actual para concentrar el esfuerzo de la imaginación en el pasado, es decir, recordar exige cerrar los ojos. Esto es lo que hacía Wen Hui: volverse sobre su propio cuerpo, buscar en el interior del mismo las experiencias de aquel tiempo pasado enterradas en la memoria de los músculos, de los gestos, de las posiciones, de las sensaciones. Esto es lo que hacía Feng Dehua: apartar la vista de la imagen y concentrarla en la escritura, en las palabras que ella misma caligrafiaba sobre el tablero de la máquina de coser y que en ocasiones se proyectaban ampliadas sobre el gigantesco mosquitero-pantalla, o en las palabras que pronunciaba durante sus recorridos cíclicos en torno al escenario empujando pacientemente su instrumento de tejido-escritura. Y esto es lo que hacía, paradójicamente, el realizador Wu Wenguang, cuando renunciaba a sus ojos y sus manos de artista, es decir, a la cámara y a las imágenes, y entraba en escena, hablaba, actuaba, incluso bailaba; pero sobre todo cuando, en contraste con los primeros planos de los guardias rojos que recordaban su experiencia durante la revolución cultural en su documental, él proyectaba el primer plano de la parte posterior de su cabeza, cuidadosamente rasurada; sobre esa imagen de la cabeza hacia atrás se podía ver en transparencia a Wen Hui, cuyo cuerpo en ocasiones el propio Wenguang modificaba en una vana tentativa de aproximarlo a la imagen que él quería crear. ¿Y el espectador? A él correspondía que la máquina de la memoria no se detuviera, que esos cuerpos presentes en escena no se convirtieran en imágenes de archivo aplastadas bajo el peso de la historia, sino en sensaciones vivas que pueden una y otra vez actualizarse en experiencia.

José A. Sánchez, 2009

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La libertad y las delicias (2008)

Cuando los fundadores de Legaleón aprendieron las técnicas de los bufones del Rey hace ya más de veinte años, no podían imaginar la vigencia que cobraría en el siglo XXI el arte de la bufonería. Su retorno tiene que ver con la visibilidad cada vez más obscena de modos de opresión del individuo contra los que el bufón visceralmente se rebela. La necesidad imperiosa de reinventar mecanismos de protección de la libertad individual anima a recorrer el único camino que permite discurrir honestamente sobre la libertad de todos. A Voltaire, descendiente ilustrado de los bufones barrocos, el camino le condujo a Ginebra, donde, citándose a sí mismo, exclamó: “¡Oh qué feliz siglo este siglo de hierro!”. Y es que la libertad, como hace doscientos cincuenta años, sigue siendo accesible a los individuos dispuestos a dar un paso al lado (aunque ese paso, en ocasiones, obligue a saltar un par de fronteras). Con humor incombustible, y con una razón cada vez mayor pero amasada por los rebeldes sesenta, L’Alakran practica la indisciplina de los bufones e invita infatigablemente al espectador a sumarse a ese anarquismo cálido que desde la escena (o desde la sala) defienden.

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Conferencia pronunciada en el Festival BAD, Bilborock, Bilbao, 22 de octubre de 2008

 

El campo expandido de la creación escénica (2008)

El reciente lanzamiento de una Maestría en Teatro y Artes Vivas por la Universidad Nacional de Colombia fue acompañado por un seminario en el que se impuso una reflexión sobre la redefinición del campo de lo teatral. Al igual que los artistas visuales, también los escénicos dejaron atrás hace años la rigurosa compartimentación de su ámbito de creación en disciplinas artísticas cerradas. No sólo los limites entre los medios tradicionales se han hecho permeables (pintura, escultura, dibujo, fotografía, de un lado, o teatro dramático, ballet y danza moderna, de otro), sino que nuevos modos de hacer han irrumpido ampliando los formatos y los recursos expresivos disponibles para los artistas. La expansión y la permeabilización no atentan contra las disciplinas singulares, pero sí obligan a un mayor rigor en la práctica y a unas elecciones conscientes sobre la adecuación entre los medios y las ideas. […]

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Publicado en Artefacto, nº 13, Bogotá, 2008, pp. 71-76.