La vida de los otros

Comentario a la película de Florian Henckel von Donnersmarck

El capitán Gerd Wiesler recibe la misión de vigilar al dramaturgo Georg Dreyman, sospechoso de ser crítico al régimen. Las sospechas surgen durante una representación teatral de una de sus obras, interpretada por su mujer Christa-Maria Sieland. Tras la representación, el autor confiesa al Ministro que habría preferido ver su obra dirigida por un amigo a quien actualmente se le prohíbe trabajar por figurar en una lista negra de enemigos del régimen. Su sinceridad provoca las sospechas del ministro. Son sospechas infundadas, como se comprobará más tarde. Pero la vigilancia de Wiesler y la intervención del ministro, que chantajea a su mujer para que se acueste por él, acabarán conduciendo a Dreyman a aliarse con los críticos y escribir finalmente un artículo corrosivo, publicado en Der Spiegel, después del suicidio del director incluido en la lista negra.

Además de mostrar con una frialdad y estilización espeluznantes el funcionamiento de la Stasi y la crueldad del régimen totalitario alemán, lo más interesante de la película es esa relación afectiva que se establece entre el vigilante y los vigilados, paralela a la que se produce entre el autor, los actores y los espectadores de una obra de teatro.

A diferencia de éstos, los vigilados no son conscientes de serlo, lo cual convierte su vida en un teatro de lo real. Por ser real, el guión puede verse afectado por la vigilancia de una forma efectiva. Pero también el vigilante. De ahí que, conmovido por la vida verdadera de los otros, tan distinta al sucedáneo de vida que él mismo lleva, Wiesler decida falsear sus informes, ocultar datos relevantes y ayudar intencionalmente a Dreyman una vez éste decide colaborar con Occidente. Es decir, el espectador Wiesler decide actuar. La vida de Wiesler es la de un burócrata, un personaje recto, perfeccionista, que ha reducido su vida a una formalidad: hasta su deseo sexual debe ser satisfecho en el horario reglamentado por la prostituta que les asigna la Stasi. Su soledad, su incapacidad creativa, su nula imaginación le llevan a actuar.

Su decisión se produce tras el encuentro con Christa Maria Sieland: la convence de que no acuda a la cita con el ministro. Es un consejo que salva la relación de pareja, pero que al mismo tiempo precipita el desenlace. El ministro da la orden de que se la arreste por consumir drogas prohibidas (que le receta su dentista): efectivamente es arrestada, y más tarde delatará a su marido para volver a los escenarios; acabará suicidándose durante el registro. El suicidio no era necesario, pues Wiesler ya había escondido la máquina de escribir objeto del mismo, pero eso ella no lo podía saber.

El cruce de la línea se produce cuando Wiesler descubre la humanidad en las personas a las que vigila, cuando éstas dejan de ser objetos, dejan de ser materiales que aportan datos para su informe. Pero también es consecuencia de su admiración por Christa. Ella es una actriz que actúa para él; su actuación se está resintiendo de un mal guión, del guión impuesto por el Ministro. Y debe corregirlo. En el fondo, se deja llevar también por la estética.

El espía de la STASI en La vida de los otros es un espectador patológico. Hasta el cruce de líneas, se había comportado como un espectador ejemplar: aquel que delega la responsabilidad sobre el sentido en el sistema, o bien en los otros, aquel que antepone la observación a la acción, la norma a la vida. Su vida era un sucedáneo y creía que la sociedad es un teatro en que la vida de los individuos puede ser condicionada por un libreto o resumida en un registro de sus acciones externas. Paradójicamente, la observación de la vida de una actriz, alguien que trabaja sobre el sentido de la vida de otros, le descubre que algo se le escapa, algo que no puede quedar reducido a palabras, algo que las frías palabras que restituyen su escucha no pueden codificar. Ese algo está asociado a la pasión, también a la fragilidad, pero sobre todo al sentido que los imponderables muestran. El sentido, la verdad de una vida humana individual no reside en la ley, como creía el espía, ni en la humana ni en la divina, sino en la determinación de ser, de amar, de no esconderse más de lo que el instinto de supervivencia exige. Es la observación, el seguimiento de la actriz libre de su máscara escénica lo que le anima a desprenderse también él de la ley, enmascararse entonces como espectador inofensivo, aficionado, un simple espectador de teatro y ya no un espectador profesional, y tratar de intervenir, más como espontáneo que como figurante, en la acción, en una ficción que él ha contribuido a crear y que sostiene. Él se creía actor de una construcción, se creía agente del sostenimiento del sistema: ahora comprende que es también un figurante, un espectador complaciente, espectador de sí mismo que, para evitar la confrontación con su propio vacío, necesitaba justificar su inacción mediante la desgracia de quienes actúan. Sin entrenamiento, lastrado por la oscuridad de su vida real, el actor Wiesler no consigue los efectos deseados: la bondad no le sale tan bien como el seguimiento de las normas, por lo que no conseguirá evitar la muerte de Christa y, por tanto, la ruptura de esa convivencia que despertó su envidia y, al mismo tiempo, su humanidad.

La recompensa a la buena acción le llegará al capitán en forma de dedicatoria impresa sobre la primera página de un libro de Dreyman, publicado después de la unificación alemana. Frente al libro, el capitán vuelve a ser espectador de la acción del otro, de la acción literaria del otro; sin embargo, en el interior de esa acción, él mismo figura como actor. ¿Es la literatura, como el teatro natural, la única salida?

 

José A. Sánchez, 2007

 

>> Ver también Vivencias literarias del cine y del teatro

 

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