ANDRÉ BRETON Y LA INDEPENDENCIA DE CATALUÑA

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Ignacio Forcada Barona
Profesor Titular de Derecho Internacional Público
Universidad de Castilla-La Mancha

El espectáculo que han dado dos de los nacionalismos que pueblan la península ibérica a propósito de las elecciones autonómicas catalanas ha sido, para quienes la identidad nacional no define especialmente su forma de estar en este mundo, uno de los “happenings” surrealistas más alucinantes desde que el poeta francés André Breton redactara el manifiesto que dio origen al movimiento, y lo definiera como un “dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.
Ver a los nacionalistas españoles pasarse la mitad del tiempo discutiendo las consecuencias económicas, jurídicas y políticas de una hipotética independencia a la que, escudándose en la legalidad, consideran del todo irrealizable sin una previa reforma de la Constitución española que jamás van a permitir; y a los nacionalistas catalanes agarrarse como a clavo ardiendo a la nacionalidad del Estado del que pretendidamente se quieren separar, al tiempo que amenazan con iniciar un proceso, supuestamente basado en la legitimidad democrática, sin ni siquiera tener el apoyo de más de la mitad de los electores presentes y votantes, produce en quien asiste al espectáculo una indefinible sensación de tragicomedia hispana que, si no fuera por lo que está en juego, rozaría peligrosamente la ternura.
Es obvio que todas estas inconsistencias discursivas que, en condiciones normales, harían seriamente dudar de las capacidades cognitivas de la clase política española, y de la salud de la psique colectiva que la sustenta tienen una causa clara que permite explicarlas y, hasta cierto punto, comprenderlas: la inmediatez de las elecciones autonómicas catalanas. Unos y otros han sabido que estas elecciones eran sólo el primer movimiento de una partida que va a ser mucho más larga y que lo que estaba en juego era el capital de legitimidad con el que van a contar para los próximos movimientos.
Por eso los nacionalistas españoles, en vez de explicar claramente por qué no van a permitir que ese proceso de separación tenga futuro alguno, aumentando de paso el sentimiento nacionalista catalán, se han limitado principalmente a intentar asustar a los indecisos con las terribles consecuencias que depararía ese imaginada separación como si eso fuera a ser posible, con la esperanza de que, dado lo ajustado de los números, al final los nacionalistas catalanes no lleguen a obtener el cincuenta por ciento de los votos emitidos.
Y por eso también los nacionalistas catalanes se han dedicado a dibujar una futura Cataluña independiente a modo de arcadia feliz en la que los catalanes tendrían todo lo que tienen ahora, más lo que supuestamente les quita su pertenencia al Estado español.
Pero las elecciones ya han pasado y va siendo hora de explicar claramente las posibilidades que van a tener que enfrentar ambos nacionalismos. Y aquí es donde tenemos que dejar de una vez por todas el surrealismo que nos ha acompañado hasta las elecciones autonómicas y hacer uso de la intervención reguladora de la razón, y de las preocupaciones éticas y estéticas que quedaron aparcadas al principio de este “happening”.
Las ansias de independencia de un grupo de catalanes es un problema de naturaleza política que nace del hecho de que un grupo considerable de ciudadanos de un Estado se quieren separar de ese Estado y constituir otro. Estamos pues a las puertas de un «conflicto social», cuya resolución técnica, para evitar que degenere en violencia, es la esencia misma del derecho.
Pero aquí el derecho justamente no nos sirve. El internacional porque su universalidad exigió como precio la práctica ausencia de mecanismos jurídicamente obligatorios de aplicación. Y en ausencia de un tercero que decida basándose en la autoridad del derecho, cuando el diálogo falla, el conflicto sólo puede resolverse ignorándolo, acomodándose o a través de la coacción, dependiendo arbitrariamente una solución u otra de la posición de poder relativo de las partes en el conflicto.
Pero el derecho interno tampoco nos sirve, porque es justamente la contestación de su legitimidad la que está en la base del conflicto. Acudir a la misma norma que está puesta en cuestión con objeto de resolverlo es sólo una forma más de trasformar el derecho en moralina para disfrazar el uso de la coacción a la hora de hacer valer tu posición.
Los nacionalistas españoles no pueden permitir la independencia de Cataluña exactamente por las mismas razones de fondo por las que algunos catalanes la quieren: porque consideran que ese territorio forma parte del “ser español”, de su identidad. Por no hablar de la cuasi-imposibilidad metafísica de que un Estado se haga voluntariamente el harakiri desprendiéndose del territorio que genera el veinte por ciento de su PIB.
Y para desgracia de los catalanes, los nacionalistas españoles tienen al derecho interno, y a la mayoría de Estados, que potencialmente podrían tener problemas similares, de su parte. Y lo que es más importante, los nacionalistas españoles tienen el monopolio de la coacción.
Pero aunque los nacionalistas españoles fueran infectados por el virus de la libertad, y acabaran considerando que la autodeterminación de un pueblo es una manifestación más de la libertad individual y, por tanto, una causa digna de apoyar, eso sólo conduciría a los nacionalistas catalanes a un callejón sin salida aún mayor que el actual. El debate entonces se trasladaría a los porcentajes necesarios para considerar constituida la voluntad popular de independencia. Y en ese momento, el nacionalismo catalán aparecería como lo que es, una variante local de una ideología que niega inconsistentemente a los otros la moralidad de una acción que ella misma está dispuesta a acometer.
Los nacionalistas catalanes han sabido desde siempre que la única forma real de conseguir la independencia del Estado español es a través de la fuerza, el medio más utilizado históricamente para el nacimiento de un nuevo Estado. Pero han sido incapaces de decírselo abiertamente a sus conciudadanos con la esperanza de qué los porcentajes de apoyo a su causa alcanzaran unos niveles mínimos que hicieran políticamente inviable al Estado español el uso de la coacción. No ha sido así.
Ahora sólo tienen una opción: abandonar el discurso de la independencia. Seguir insistiendo en ir hacia adelante con esos porcentajes de apoyo sólo puede dar legitimidad moral al Estado español para intervenir en una comunidad cuyos dirigentes políticos son tan insensatos e inmorales como para pretender enfrentar a las dos mitades de su población por una idea que, a día de hoy y en las circunstancias actuales, no merece cobrarse el precio de ninguna vida humana.