Hemos decidido renunciar a vivir… para consumir

Les comentaba en la entrada anterior… que una de las aportaciones más originales de Galbraith fue considerar el comunismo y el capitalismo como sistemas económicos igualmente planificadores de los procesos de producción-consumo. En el primer caso, hablamos de una planificación política, burocratizada y explícita; en el segundo caso, la planificación proviene del sector industrial, la realiza la tecnoestructura y es más sútil (publicidad). Pero, en esencia, en ambos casos podemos afirmar que las decisiones del consumidor se hayan mediatizadas o bien no son plena y conscientemente libres. Obviamente existe un abismo entre la “libertad-de-elegir” colorista  y variada del capitalismo y el “todos-igual” grisáceo y pobretón del comunismo. Yo, personalmente, me quedo con la primera; pero siendo consciente de que la “soberanía” del consumidor y, por extensión, la libertad del agente económico se ve restringida tanto en uno como en otro sistema.

Quizás, cuestionar en sentido positivo la libertad del agente económico sea una afirmación complicada de defender en nuestras económicas de mercado occidentales, en cuanto que a nadie le obligan a consumir. Más bien, cabría interpretar la pérdida de soberanía en sentido negativo, entendida como una cierta esclavitud auto-impuesta por nosotros mismos a la hora de elegir el consumo como el único “modus vivendi” que realmente tiene sentido. Esta esclavitud psicológica, se transforma en esclavitud física y temporal cuando nos auto-obligamos a trabajar más, a ser más competitivos, más feroces, para consumir más; renunciando a un tiempo precioso en términos de ocio y relaciones personales.
Este sinsentido se agrava cuando el consumo se convierte en posicional o conspicuo, de tal manera que lo relevante no sólo es adquirir bienes, sino adquirirlos mejores que mi vecino. La satisfacción no reside ya en el mero consumo, sino en la sensación de superioridad o victoria de tener un mejor coche o una TV más grande, como ya comenté (aquí).
Insistimos en sustituir la “buena vida” (la que merece ser vivida, que nos ennoblece y nos hace moralmente felices) por “pegarnos la buena vida” (dedicada al mero consumo placentero). Entre una y otra hay un abismo; el abismo que va de situar la felicidad no en la acumulación de chiches, sino en gozar de salud, de seguridad, de ser querido y respetado, de tener amigos, de una naturaleza viva.
Sobre todo ello ya he hablado en otras ocasiones (aquí, aquí y aquí). Lo traigo de nuevo a colación, a raíz de la lectura del interesante artículo de Luis Garicano en el que cuestiona ¿Por qué no trabajamos menos horas?. Con una riqueza creciente, las necesidades básica (alimentación, techo, vestido…) pueden cubrirse con menos horas de trabajo,pero, sin embargo, trabajamos mucho más para mantener un nivel de vida que nos hemos fijado “posicionalmente” como mínimo.
Puede parecer frívolo, un análisis “posicional” o conspicuo del consumo con la que está cayendo en cuanto a niveles crecientes de pobreza y miseria;  pero el mensaje de fondo permanece. La actitud social ante la crisis es apretar los dientes y esperar que pase, anhelando retornar donde estábamos; síntoma claro de que confundimos pretéritos niveles de consumo con escenarios de felicidad.
Seguimos sin aprender a distinguir lo que importa de lo que reluce.